Prólogo.

domingo, 20 de septiembre de 2009

Era una noche lluviosa. En pleno mes de Diciembre. Un día 27 como otro cualquiera de cualquier otro año, de no ser por el hecho de que una jovencita de apenas 16 años estaba dando a luz.
Se encontraba en un cuarto decorado con imágenes. Imágenes de toda su vida, desde sus primeros pasos hasta los últimos que había dado. Incluyendo algunas fotos con el padre de las dos criaturas que ahora traía al mundo.
Estaba tumbada en la cama, con las piernas abiertas. Como comadrona improvisada, estaba su madre. Entre sus manos sujetaba una toalla mientras sujetaba con delicadeza la cabeza del primero en nacer. Se trataba de un niño. Suavemento lo colocó entre los brazos del padre, que la asistía. La segunda en nacer fue una niña.
Entre ambos, padre y madre, limpiaron a los pequeños mientras la madre respiraba aun entrecortadamente.

- Mama, ¿Estan bien?
- Perfectamente...
- ¿Puedo sostenerlos un rato?
- No, tu padre tiene que llevárselos ya.
- Pero yo...
- No tienes derecho a decir nada, cielo - el padre se acercó a la chica y le dio un suave beso en la frente, antes de cojer una cesta con los bebes.
- Ahora, tú y yo nos vamos al hospital - dijo la madre, con angustia en la voz.

La puerta del cuarto se cerró tras el paso de un hombre. Llevaba puesta una gabardina y un sombrero. Caminaba rápido, a zancadas. Prácticamente se deslizó escaleras abajo. Abrió la puerta principal de la casa y salió por ella. Llegó al coche y dejó el cesto en el asiento del copiloto, mientras se sentaba al volante.
Los niños no dejaban de llorar. El hombre los miraba con pena, compadeciendose de las dos pobres criaturas que hubiera podido llamar nietos, de no ser por su nacimiento precipitado. Su hija debería haber tenido más cuidado. Su novio le prometió que cuidaría de ellos, pero no tuvo tiempo a cumplir su promesa. Hacía un par de meses que había muerto en un accidente automovilístico. Su pequeña princesita habia quedado destrozada, sola y embarazada de 7 meses, de nada más y nada menos que gemelos.
La lluvía caía fuertemente sobre la luna del coche, los limpiaparabrisas se deslizaban arriba y abajo, a un ritmo desenfrenado. Y el llanto continuaba...
El coche paró frente a un convento, tras media hora de trayecto. La figura másculina salió del coche, llevándose la cesta con él.
La posó sobre el suelo, justo ante la entrada de la pequeña capillita y golpeó la puerta con fuerza. Se giró y salió andando rápidamente, para meterse de nuevo en el coche y acelerar.
El coche se perdió en el horizonte al tiempo que una jovencita de melena castaña abria la puerta, con un simple camisón puesto. Miró hacia abajo y vio dos pequeños bebés llorando, arropados por una mantita azul, en el interior de una cesta.
Recogió la cesta y se metió dentro de nuevo. Muchas de sus hermanas acudieron a su lado para ver que ocurría.

- Han traido otro par - susurró la jóven que los había recogido. - Avisad a la Madre Superiora.
- Sí, hermana Meiko. - la propietaria de esa voz inclinó levemente el rostro y desapareció por el pasillo.
- Debemos llevarlos a la sección donde estan el resto de los niños.
- Yo lo haré - pronunció Meiko. - Quiero hacerme cargo de ellos personalmente.

La jóvencita se llevó con ella a los recién llegados, perdiéndose por un pasillo a la derecha.
Llegó a un pasillo a oscuras y en silencio y se adentró en un cuarto. Dentro había cuatro cunas, dos de ellas ocupadas. Sacó del interior del cesto a los recién nacidos y depositó a cada uno de ellos en las cunas vacías. Les besó la frente y salió del cuarto, dejándo a los cuatro bebes dormidos.
Cuando llegó a la entrada de nuevo, la Madre Superiora salió a su encuentro, seguida por otras hermanas.

- Me han dicho que son otros dos, gemelos.
- Asi es, señora.
- Hermana Meiko, ¿Te ofreces como encargada de estos dos también?
- Sí, señora. - inclinó levemente el rostro.
- Muy bien ¿Qué nombre ostentarán a partir de ahora?

Meiko quedó en silencio, mirando a su superiora a los ojos. Se lo pensó apenas unos segundos antes de contestar.

- El chico se llamará Len y la chica Rin, señora.
- Muy bien, en un par de meses serán bautizados con esos nombres. Buenas noches Hermanas.
- Buenas noches, Madre Superiora - susurraron todas al unísono.

Todas las monjas desaperecieron hacia sus respectivos cuartos.
Mientras, en un cuarto oscuro y silencioso se encontraban cuatro cunas.
En la primera, descansaba un niño y en una pequeña placa sobre él se podía leer un nombre: Kaito.
En la segunda, descansaba una niña y su placa rezaba: Miku.
Las otras dos, seguidas y más juntas, se encontraban ocupadas por dos recién nacidos, un niño y una niña, que tenían las manos unidas, a través de los barrotes. Sus nombres, de ese día en adelante serían:
Len y Rin.

0 comentarios:

Publicar un comentario